Hacía muy poco
tiempo que me había mudado a mi nueva casa y aún quedaban varias cajas cuyo
contenido debía ordenar.
Una tarde me
dispuse a hacerlo. Pero al abrir la primera caja, estaba allí, como pidiéndome
que lo leyera. Sí, era un cuaderno con aquel familiar papel araña azul.
Pero, ¿de quién
era ese cuaderno? No recordaba haber tenido un ejemplar igual en mi vida.
Intrigada por su
contenido decidí postergar el orden previsto para ver de qué se trataba. Supuse
que me encontraría con alguna pista para saber quién era su dueño o dueña.
Al abrirlo
apareció la primera hoja en forma de carátula que decía: MI DIARIO. Reconozco
que me invadió una gran curiosidad.
¿De quién era
este diario? ¿Por qué estaba en una de mis cajas? ¿Quién lo había dejado?
Fue así que
empecé esta lectura. Se trataba del diario de una niña, cuyo contenido
comenzaba de esta manera: “Si alguna vez, alguien encuentra mi diario y no sabe
cómo devolverlo, le pido que lo guarde como si fuera algo suyo. Lo esconderé en
esta caja porque sé que viajará muy lejos, y sólo quien la abra conocerá esta
historia. Me gusta inventar historias pero también juegos. Me gusta jugar con mis amigas todas las
tardes, cuando regreso de la escuela”.
Se trataba de
una niña de 11 años que también se había mudado alguna vez a otra casa cuando
tenía 8 años.
A medida que iba
leyendo, cada vez más me atrapaba su narración. Entonces, decidí que otro día
ordenaría las cajas. Estaba ante una historia que no podía dejar de leer.
Esta niña había
escrito ese párrafo y era yo quien estaba conociendo esta historia. Me sentí
muy conmovida pero además, tenía un gran deseo de leer su diario.
Busqué
rápidamente su nombre entre las páginas del cuaderno azul. Quería saber cómo se
llamaba su autora.
Fue en la página
número cuatro que encontré su nombre en el momento en que ella decía:
― Me llaman
Chalela. Es un nombre que me gusta.
Es decir, que no
era su verdadero nombre. Era un nombre prestado, como si fuera el de una
artista de teatro.
Continué
leyendo. “En aquel barrio jugaba con mis amigas. A veces éramos cinco, siete o
diez amigas. Nos reuníamos todas las tardes, después de merendar con café con
leche, pan con manteca y mermelada o dulce de leche. Nos gustaba jugar, cantar
y nos reíamos mucho”.
Adriana era su
mejor amiga, en aquel barrio donde Chalela vivía.
“No iba conmigo
a la escuela. Ella iba a otro colegio. Pero todas las tardes nos reuníamos
delante de su casa, en la vereda, en el porche de su casa o en el mármol blanco
de la ventana a la que nos trepábamos para sentarnos”, relata Chalela.
Aquella niña era
su mejor amiga pero también, la más linda del barrio. Su cabello era largo y
negro. Sus ojos eran de color azul cielo. Cumplía años el primero de junio.
El hermano de
Adriana se llamaba José Luis. Cada vez que veía a Chalela, le sonreía y le
decía: “Hola, ¿cómo te va, Chalela?” Y fue así que comenzaron a llamarla por
este nombre. “A mí me gustaba mucho. La mamá de Adriana nos contaba muchos
cuentos y el Pulqui dormía a nuestro lado. El Pulqui era un hermoso perro
pelirrojo”.
El diario de
Chalela estaba ilustrado con figuras recortadas, como si fuera un álbum de
fotos. Aparecía un recorte de la revista Billiken, que se publicaba por aquella
época, donde lucía la figura de un perro pelirrojo, cruza de Samoyedo y Chow Chow
que, supongo, era parecido al Pulqui.
Por su relato, se
notaba que Chalela le tenía mucho cariño a esta familia y por supuesto, al
Pulqui.
Uno de los
lugares predilectos de Chalela era el patio de la casa de la familia de Adriana.
¡Es increíble
ver las ilustraciones de tantos árboles en el diario de esta niña! Más que un
patio, parecía un jardín con frutales.
“Desde el centro
de este gran patio, yo podía mirar todos aquellos árboles. Un ciruelo a mi
izquierda, con sus ramas cargadas de frutos, al lado de un pequeño estanque con
agua. Yo imaginaba que había pequeños peces de color naranja. En aquel otro
rincón estaba el limonero, que en primavera, me daba su hermoso perfume”,
relata la niña.
Este limonero
era inspiración de Chalela y Adriana que le cantaban aquella canción como si él
pudiera escucharlas:
“Estaba la paloma blanca, sentada en el verde limón,
con el pico cortaba la rama, de la rama cortaba la flor.
¡Ay, ay, ay!, cuándo veré a mi amor.
Me arrodillo a los pies de mi amante,
me levanto, constante, constante.
Dame la mano, dame la otra,
dame un besito sobre mi boca.
¡Pero no, pero no, pero no!,
porque me da vergüenza.
¡Pero sí, pero sí, pero sí,
porque te quiero a ti!”
Otro árbol
cobijaba a Chalela y a su amiga. Era un alto damasco que con el tiempo fue
retirado del lugar.
“No sé qué pasó.
No lo supe nunca. Lo arrancaron de su cantero. Aquí cerca estaba el galponcito
al que trepábamos subiéndonos a su techo para mirar el patio vecino”.
Chalela y
Adriana pisaban suavemente sobre la chapa de zinc del pequeño y viejo galpón
porque temían que se hundiera. Ese día, la naturaleza las sorprendería.
“¡Qué contenta
me puse cuando encontramos aquellos huevos! Habíamos escuchado que cuando una
gallina cacarea, pone huevos”. Y así fue. Aquella gallina, de plumaje rojizo
, cacareaba
y las miraba desde el borde de la pared. El galponcito estaba junto a la pared
que lindaba con el patio de unos vecinos donde había un gallinero, en cuyo
techo vieron aquellos huevos. “¡Fue como encontrar un tesoro! Los tocamos.
Estaban calentitos”, relata Chalela, una niña pelirroja, de ojos muy grandes y
con una gran sonrisa. La pude conocer a través de una fotografía que llevaba su
nombre y que encontré en una de las páginas del cuaderno azul.
Pero prosigamos
con la historia. Estas dos niñas habían entrado en la casa del vecino, a través
de un techo y sin permiso, llevadas por su curiosidad y sorpresa.
Después de
un largo rato, en el que ya no se
escuchaban sus voces en el patio, Adriana exclamó:
― ¡Bajemos
rápido! Me parece que mi mamá se ha dado cuenta que nos hemos subido al techo
del galpón y nos retará.
Fue la primera
en bajar del techo. Cuando Chalela se disponía a hacerlo, su amiga retiró la
escalera porque vio que su madre salía de la casa.
Chalela se
desesperó y con voz muy baja, le dijo:
― ¡Adriana, no
me dejes aquí arriba!
Su amiga no
respondió y se acercó a la casa.
Así fue que
Chalela se quedó escondida detrás de unas ramas del limonero que estaba al lado
del pequeño galpón. Estaba un poco asustada porque no era muy seguro estar ahí
arriba. En ese momento pensó: “¿Cuándo podré bajar? No tendríamos que haber
subido. Pero, ¿por qué Adriana me quitó la escalera?”
Fue así que
Chalela recordó que podría usar su habilidad como trepadora de árboles. El
galponcito estaba justo al lado del limonero. Y entonces, pensó bajar a través
de sus ramas.
― ¡Ay! ¡Tiene espinas! ― susurró Chalela,
sintiendo el dolor del pinchazo.
― No podré bajar
por aquí ― agregó en voz baja.
Miró a su
izquierda y se encontró con el damasco. Sonrió.
― ¡Podré
bajarme! ¡Gracias, arbolito!
Se tranquilizó
porque este árbol le prestaba una fuerte rama como si fuera un brazo y así, muy
despacio pudo deslizarse y bajar. Por fin bajó a tierra firme, mejor dicho, al
piso de ladrillos que tenía el patio.
Pero de repente,
Chalela sintió que alguien estaba detrás de ella y que una voz le decía:
― ¿Dónde
estaban? ¿Qué hacés Chalela bajándote por este árbol? Era la mamá de Adriana
que había descubierto a las niñas en aquella aventura.
Chalela, roja de
vergüenza, no sabía qué decir. Pensó: “¿Qué pasará? Doña Elisa es muy buena.
¿No podré venir más a jugar con Adriana? ¿No nos contará más cuentos?”
Ahora podía
entender porqué Adriana había quitado la escalera rápidamente. No quería que su
madre se enterase de esta aventura tan riesgosa.
― Sigan jugando,
pero en el patio. ¡No, en los techos!” ― dijo Doña Elisa.
Entonces, riendo
y corriendo tomadas de la mano, volvieron a jugar en el patio.
Ese día, se
encontrarían con otra sorpresa. En el rincón donde comenzaba aquel largo
cantero, algo se movía. Era pequeño pero llamaba la atención. Salía debajo de unos
ladrillos que estaban húmedos y sueltos, a diferencia del resto del piso del
patio.
“Estábamos muy
quietas esperando saber de qué se trataba”, relata Chalela.
De repente
pudieron verlo.
― ¡Es un
alacrán!”, dijeron asustadas.
“Era la primera
vez que veíamos uno. Salía de aquel rincón húmedo”.
― ¡Cuidado. No
lo toqués! ¡Te puede picar! ― me gritó Adriana.
Las dos niñas
corrieron rápidamente a la casa para contarles a los padres de Adriana.
“Estábamos
asustadas”. La madre de Adriana calmó a las niñas y les dijo:“¡Tengan cuidado,
no se acerquen!”
El susto duró
poco. Adriana y Chalela volvieron a jugar en el patio. Se sentían cuidadas, sin
alarmas ni gritos.
― Adriana, ¡qué
olor fuerte tiene esta planta! ― dijo Chalela.
― Es una planta
de ruda ― respondió Adriana. La aromática planta se encontraba en el cantero
central del patio.
A lo largo de
una de las paredes medianeras pintada de blanco, había otro cantero donde lucía
una imponente hortensia con grandes flores de color lila.
Una de las
hermanas de Adriana se llamaba Raquel. Era una jovencita que parecía preocupada por el comentario de una vecina
supersticiosa del barrio, quien había dicho que si se plantaban hortensias, las
mujeres solteras que vivían en esa casa no se casarían.
Pero a Chalela
le importaba muy poco hablar de casamiento porque había visto llegar a Sofía
y a Susana. Ya había suficiente público
para comenzar la función.
“¿Vendrán Mirta
y Cecilia?”, pensó Chalela.
Estaban al final
del cantero, allí donde comenzaba el hermoso patio de frutales. “Allí había una
parra que se enredaba y subía. Nos servía de techo para que pudiéramos colocar
algunas sillas para nuestro teatro”.
Este lugar era
una de las entradas a la casa. No tenía puertas ni ventanas, sino que era una
galería con aberturas cubiertas por cortinas de lona a rayas naranja y verde.
En esta casa,
Chalela realizaba actuaciones teatrales ante sus amiguitas pero también, cantaba
tangos a pedido de los adultos que vivían en la casa. “La cortina de lona a
rayas, naranja y verde, era el telón y detrás teníamos un lugar para ensayar y
vestirnos. Nos inventábamos las obras de teatro de cada día”.
Aquella tarde, la
función iba a comenzar.
― ¡Apúrate
Adriana, que ya están sentadas las chicas! ¡Empecemos!
― Ya voy.
Chalela estaba muy
atenta como una artista que va a iniciar la función.
Una de ellas
anunciaba la función y la otra actuaba o bien, se anunciaba desde atrás del
telón y actuaban las dos. Las funciones no se suspendían por lluvia o por frío.
Había teatro al aire libre o bajo techo. “Teníamos la galería”, dice Chalela.
Esa tarde
apareció la música en el pequeño escenario debajo de la parra.
Cantaron “Señorita
luna; “Marcianita” y al final de esta obra musical, interpretaron “Pity, Pity
”.
Era viernes a la
tarde. Una vez finalizada la función, las amiguitas de Adriana y Chalela se marcharon.
La madre de Adriana llamó a las dos niñas a merendar un rico café con leche con
pan, manteca y dulce de leche. Cuando terminaron de merendar en la gran cocina,
salieron a la galería mientras la hinchada
tanguera invitaba a Chalela a cantar.
El público estaba
sentado frente a aquella alta cortina que dejaba por detrás un escenario.“El
escenario para nuestras funciones de invierno”, relata Chalela.
La niña sonrió.
Y comenzó a cantar:
“Adiós, muchachos, compañeros de mi vida,
barra querida de aquellos tiempos.
Me toca a mí hoy emprender la retirada,
debo alejarme de la vieja muchachada…”
Y siguió cantando,
mientras los adultos y su amiguita Adriana aplaudían su actuación.
A Chalela le
gustaba escuchar el Glostora Tango Club, un programa de LR1 Radio El Mundo. Era
admiradora de la orquesta de tango de Juan D’Arienzo, que actuaba en este
programa.
Cada vez que
esta orquesta actuaba en uno de los clubes de su ciudad ― el Sport Club
Cañadense ― le pedía a su madre que la acompañara a escuchar a “El Rey del
Compás”, que así lo llamaban. Mucha gente disfrutaba del espectáculo musical
dentro del recinto del club, sentada cómodamente en sillas de madera pero otras,
entre las que se encontraba Chalela y su madre, también podían escuchar los
tangos instrumentales y los cantados por Jorge Valdez y Mario Bustos desde la
calle Necochea, entre Irigoyen y Moreno. Mucha gente se reunía delante de la
entrada del club. Una larga pared blanca y dos portones de hierro pintados de
celeste recordaban los colores de nuestra bandera nacional. Y el público,
dentro y fuera del club, disfrutaba de nuestra música popular.
Chalela sonreía,
viendo el escenario y escuchando la orquesta, parada y a veces en puntas de
pie, sobre el mármol de la ventana de una casa, frente al Sport Club. Estaba
feliz. Esa noche se iría muy contenta a dormir, acompañada de la música de
violines, bandoneón, contrabajo y piano. “El Rey del Compás” movía aquella
varita con su brazo derecho, como si con cada movimiento les regalara las notas
a los músicos, que interpretaban aquellos tangos inolvidables.
El viaje por los
recuerdos encontró la voz de la mamá de Adriana, quien después de la
interpretación de Chalela, las invitaba a sentarse junto a ella en el taller de
reparación de zapatos de su marido. Mientras cebaba mate, como cada atardecer, les
contaría un cuento. Doña Elisa era una gran cuentista. Los cuentos de suspenso
eran los más emocionantes.
Fue pasando el
tiempo y comenzó a anochecer. Chalela debía regresar a su casa, que estaba a
media cuadra de distancia. Sus padres estarían preocupados.
Al día
siguiente, Chalela se levantó a las nueve de la mañana, pensando en que iría a
casa de Mirta. Era otra de sus
amiguitas. Era más alta que ella y también tenía el cabello negro como Adriana
y sus ojos eran muy grandes y oscuros, con largas pestañas. “En su casa, que
era pequeña, había dos patios”, comenta Chalela.
Se podía ver a
las dos niñas en el patio del fondo, al lado de aquel árbol cuyo tronco llamaba
la atención por su corteza de color gris plateado brillante, que cada verano,
les regalaba sus sabrosas y dulces brevas.
“Las ramas de la
higuera eran como dedos de bruja”, escribe la niña, pero no asustaban a las
niñas que disfrutaban de estos dulces frutos, verdes por fuera y muy rojos por
dentro, con una pulpa que se deshacía en sus bocas.
En la escuela,
habían aprendido una poesía que ellas repetían al lado del árbol. Chalela la escribe
y también nos da el nombre de la autora. “Se llamaba Juana de Ibarbourou”. En
el cuaderno azul estaba escrito el poema dedicado a este árbol, que comienza
así:
"Porque es áspera y
fea,
porque todas sus ramas son grises
yo le tengo piedad a la higuera…”
Pero
el hula hula
y el juego de las diez
hermanas las esperaban en la vereda
de la
casa de Mirta.
Así
fue como ese sábado a la mañana atravesaron el pasillo que unía el patio del
fondo con la puerta de calle. Antes de abrir la puerta, miraron el rincón del patio
ubicado delante de la casa. Era muy pequeño, con piso de tierra y un cantero a
su alrededor. En ese lugar, se encontraba un hermoso arbusto llamado granado,
lleno de frutos. “Su cáscara era un poco dura y tenía como una coronita de
reina. Rompíamos la cáscara y aparecía como una tela blanca, muy fina y después
unos granos muy rojos y dulces”.
Aquel tesoro de
perlas rojas y dulces era un verdadero manjar, que no sólo calmaba el apetito
de aquellas niñas sino que también pintaba sus labios de color carmín.
Finalmente
abrieron la puerta de calle. En la vereda las esperaban tres amigas: Cecilia,
Sofía y Mónica. Esa mañana decidieron jugar a las diez hermanas, abandonando el
hula - hula.
Mirta comenzó a
jugar. “Era la que jugaba mejor. Llegaba a las diez hermanas sin perder”,
relata Chalela.
Le tocó a
Cecilia. Hizo tres pasos y…
― ¡Ay, se me
fue!
Se rieron y
siguió jugando Sofía, que si bien era bajita, tenía mucha fuerza y acertaba los
pasos. Empezó a jugar hasta que…
― ¡Uy, me
equivoqué! ¡Este paso no es el ocho!
Le tocó a
Mónica, con tan mala suerte que se le escapó la pelota en el primer paso.
Era el momento
en que le tocaba a Chalela que estaba muy atenta para participar en el juego.
Pero fue imposible. “Cuando me tocaba a mí, apareció mi mamá que me venía a buscar
porque era la hora de comer”, relata. “Tu papá ya llegó de trabajar. Vamos a
comer”. Quería continuar jugando pero sabía que a la tarde y también a la noche
habría otra oportunidad de encontrarse. Sin embargo, dirigiéndose a sus amigas
les dijo: ― “¡Ufa! Me voy a comer. Chau. Después vengo”.
Ese sábado
siguió siendo un día de sol. Sobre las cinco de la tarde, empezaron a reunirse
delante de la casa de Adriana. Las niñas del barrio llegaban de diferentes
direcciones. La casa de Adriana estaba a mitad de cuadra. Los juegos comenzaban
nuevamente. De repente se escuchó la voz
de Chalela:
― ¡Juguemos al
viejito de la vereda!
― ¡Siií!!! ―
respondió el grupo de niñas a coro.
― ¿Quién hace de
viejito? ¿Sorteamos?
Se miraron.
― No hace falta.
Seré yo ― dijo Sofía. Entonces, comenzó el juego.
Adriana buscó
una tiza y marcó el límite que separaba el espacio del viejito de la vereda del
resto del grupo.
― Dejanos estas
dos hileras de baldosas”, dijo Mónica.
― Sí, ya lo sé”,
contestó Adriana, un poco molesta por la indicación de Mónica.
Eran las dos
últimas hileras de baldosas, que se continuaban luego con el cordón de la
vereda y la calle.
― Ya está.
Juguemos― dijo Sofía.
Enfrente de la
casa de Adriana vivía Doña Matilde, quien miraba jugar a las niñas apoyada en
una de las ventanas de su casa. “Nos avisaba si venía algún coche”, comenta
Chalela. Si bien las calles estaban asfaltadas no eran muchos los coches. Pero
también circulaban bicicletas, motonetas y algunas motos.
El juego entusiasmó a las niñas. Sofía corría
de una punta a la otra de la vereda.
Se escuchaba en
forma repetida y casi como un coro entre risas y gritos: “El viejito de la
vereda, con chupete y mamadera”, mientras las niñas atravesaban aquel límite
marcado con la tiza. Jugaron un largo rato mientras el personaje del viejito de
la vereda iba cambiando. “Sofía atrapó a Adriana y ella a mí”, dice Chalela.
Luego de un
rato, un poco cansadas, algunas niñas se sentaron en el umbral de la casa y
otras en el piso de la vereda formando una rueda.
En ese momento pasó
Héctor, un joven que era amigo de José Luis, el hermano de Adriana, quien mirando
a las niñas las saludó con un “¡adiós lindas margaritas!”
Las niñas sonrieron.
Y el saludo de Héctor se transformó en
un sueño que empezaron a tejer muy divertidas. Se atropellaban al hablar y se
reían, mientras se escuchaban diferentes propuestas. De pronto, Mónica levantó
los brazos y con la cara radiante, dijo:
― ¡Podríamos
hacernos un disfraz de margaritas con papel crepé!
― ¡Siií! Y la
pollera con pétalos blancos y el cuerpo amarillo ― agregó Mirta.
― Le pedimos el
camión a Héctor para armar la carroza. Él nos puede llevar ― añadió Chalela.
Faltaba muy poco
tiempo para Carnaval. Pero también, en aquella pequeña ciudad, durante la noche
de cada veintiuno de setiembre se realizaba un desfile de carrozas presentadas
por vecinos de diferentes barrios.
Quizás aquellas
niñas tenían un sueño: participar en la farándula – que así se llamaba - y
ganar un premio.
Chalela y sus
amiguitas se veían vestidas con una pollera de pétalos blancos y un corsé de
color amarillo, que representaba los estambres de esta hermosa flor. Y se
llamarían “Las margaritas de la calle Necochea”. Así se puede leer en el diario
de Chalela.
Adornarían el
camión con guirnaldas de papel crepé
combinado el color blanco con el amarillo y el color amarillo con el
verde. Emocionadas e ilusionadas con la idea, siguieron hablando, pero esta
vez, de una manera un poco extraña…
¿Qué pasaba con
esta escritura? No entendía aquellas frases que había escrito Chalela.
Sin embargo,
continué leyendo y me di cuenta que se trataba de una forma de hablar secreta,
que utilizaban entre ellas.
― Mepe vopo ypi
― dijo Cecilia.
― Chapa upu,
Cepe cipi lipi apa ― contestó Chalela.
― Yopo mepe vopo
ypi, tampa bipi énpe ― agregó Fina.
― Apa lapa nopo
chepe nospo vepe mospo ― dijo Nina.
― Yóforo ífiri
réfere afara lafara esfere quífiri náfara ― añadió Adriana.
Se escuchó una
gran carcajada.
― ¡No lo
entiendo! ― dijo Luisa.
― Te lo explico
― contestó Mirta.
― Es fácil ―
agregó Susana.
― Sipi ― dijo
Mónica.
― Sífiri― añadió
Sofía.
Estas dos nuevas
formas de hablar de estas niñas me produjeron curiosidad. Y fue así, que
comencé a leer con mayor detenimiento porque quería descubrir qué era esto.
Leí y releí esta
parte del diario de Chalela. “Es jeringozo
”,
dice Chalela.
Aquellas niñas
eran muy ingeniosas. Tenían dos maneras de hablar. De pronto pensé que si
continuaba leyendo el diario de Chalela y no traducía la conversación en jeringozo,
no sabría qué habían querido decir con esas frases que no entendía. Entonces,
decidí escribirlas en un papel y seguir la explicación de Chalela para
traducirla al castellano.
Lo primero que
hice fue leer la explicación de Chalela.
Ahora sí podía
traducir el diálogo de las diez niñas, que Chalela había escrito en su diario.
¿Hacemos la
prueba con un papel y un lápiz? ¡Es un juego divertido!
Fue así que
llegó el anochecer y las madres se fueron acercando para que cada niña
regresara a su casa.
“¿Esta noche
vamos a la esquina de la casa de Nina?”, preguntó Mónica.
No se hizo
esperar la respuesta. “¡Siií!”, dijeron todas, sonriendo.
Cada una regresó
a su casa. Era la hora de la cena. Pero nuevos encuentros y juegos las
esperaban, durante esas vacaciones de verano.
Ese verano pasó.
Los años también pasaron. Chalela creció. Y ahora mira otro patio donde dos
niñas juegan tirando una pelota sobre el balcón de su casa. Se ríen, se
divierten y en aquel barrio se repiten historias de cinco, siete o diez niñas
que también juegan en la plaza pequeña a la vuelta de su casa, como si ésta
fuera la esquina de Nina, la esquina de las noches de verano. A veces se toman
de la mano y comienzan a girar mientras se las escucha cantar:
“Sobre el puente de Aviñón, todos cantan, todos bailan,
Sobre el puente de Aviñón, todos cantan y yo también.
Hacen así, así las lavanderas,
Hacen así, así me gusta a mí”.
Y leyendo,
leyendo, el tiempo fue pasando.
Cierro por hoy el
diario de Chalela. Sé que mañana entraré nuevamente en su mundo, con nuevas canciones y juegos.
¡Hásfara
táfara máfara ñáfara náfara, áfara mífiri guífiri tásfara!
María Elena Napione Bergé
25 de agosto de 2015
Después de cada sílaba se agrega la letra p y una
vocal igual a la de la sílaba de la palabra elegida. Ej.: casa, en jeringozo es capa,
sapa.
También
se utiliza otra forma en que la palabra elegida se separa en sílabas. A cada
sílaba se le agregan dos nuevas sílabas formadas por dos consonantes, la f y la
r, con la misma vocal de la sílaba elegida. Se acentuará la primera sílaba de
la nueva palabra formada.
Ej.:
chau en esta modalidad del jeringozo
se dirá: cháfara, úfuru. En la otra
modalidad se leerá: chapa, upu.